Por
Jon Krakauer – Para National Geographic – Febrero de 1998
Fotografías de Gordon Wiltsie
A
doscientos metros, en lo alto dela pared limpiamente cortada
de una montaña llamada La Navaja, el viento que soplaba
desde la meseta polar depositaba escarcha sobre mi barba.
Colgado de una cuerda de un centímetro de grosor, me detuve
a mitad del ascenso e intenté mover mis brazos, doloridos
y acalambrados. Muy abajo, como un blanco y fantasmagórico
mar, el casquete glaciar antártico chocaba su vientre contra
el pie de la ladera de roca.
En
el horizonte, enormes picos recortados se erizaban como
púas de granito desde la desierta vastedad de hielo.
No logré vislumbrar señal alguna de vida en
ese panorama gélido. Jamás había visto
una región del mundo tan desolada, tan árida,
o tan hermosa.
Era
como soñar despierto. Hechizado por la inmensidad
y austeridad del paisaje, me costó trabajo apartar
la vista y continué escalando. Una lluvia de guijarros
que caían con estrépito desde lo alto de la
extensión vertical me volvió bruscamente a
la realidad. Estiré el cuello y vi a Alex Lowe llegar
a terreno inseguro -unos 100 metros más arriba- trepando
osamente el borde de una enorme saliente, mientras Conrad
Anker soltaba cuerda desde abajo.
Seis
de nosotros intentábamos escalar una montaña
a la que nadie había subido antes. Era una imponente
cuchilla de granito en un rincón de la Antártida,
conocido como tierra de Queen Maud. Después que una
expedición noruega exploró la región
entre 1956 y 1960, esa torre increiblemente delgada recibió
el nombre de Rakekniven, que en la lengua materna de los
exploradores significa "La Navaja". Se eleva 600
metros sobre el casquete polar a modo de un escarpado, impresionante
corriemiento de piedra, el cual forma parte de una cumbre
con una altura de 2.365 metros, si se incluye la porción
que queda oculta bajo el hielo.
¿Porqué
habíamos recorrido una distancia tan grande para escalar
una montaña totalmente desconocida de la cual sólo
unas cuantas personas habían oído hablar?. A
principios del siglo xx, el legendario aventurero irlandés
Ernest Shackleton llamó a la exploración de
la Antártida "la última gran odisea que
le falta realizar al hombre". Ahora, al finalizar el
siglo y el milenio, sus palabras parecen más verdaderas
que nunca.
Al
igual que Shackleton, mis compañeros y yo habíamos
viajado a la Antártida en busca de un sitio virgen
en el mapa. Por desgracia para nosotros, los aventureros
modernos, los aviones a reacción, los satélites
y las altamente desarrolladas imágenes de radar han
cartografiado la última de las regiones inexploradas
del planeta. Sin embargo, unos cuantos lugares siguen siendo
lo suficientemente escabrosos y aislados para conservar
una tonificante aura de tierra virgen: zonas de selva tropical
en Africa central, remotas escarpas en el Tíbet y
Sichuan, regiones del Ártico canadiense. En ninguna
parte ha permanecido el planeta mas inexplorado que en la
Antártida … y tal vez en ningún sitio
de la Antártida resulta esto más evidente
que en las montañas de la tierra de Queen Maud. La
ruta que esperábamos seguir hacia la cima del Rakekniven
conducía hacia un páramo vertical del cual
no se sabía casi nada, y explorarlo estaba muy lejos
de ser una empresa segura.
Nuestra
expedición fue idea del fotógrafo Gordon Wiltsie,
un veterano con ocho viajes a este continente cercado por
el hielo. Mike Graber y Rick Ridgeway se habían incorporado
al grupo para filmar la escalada. Como yo era el único
que nunca había estado en la Antártida, mi
participación consistía en encargarme de una
parte de los 225 kilos de equipo y provisiones que nos acompañarían
durante la expedición, y documentar la hazaña
para National Geographic.
No
sabía muy bien si tomar parte o no en la escalada del
Rakekniven. La última cumbre a la que había
ascendido era el monte Everest. Siete meses antes me encontraba
en la cima más alta del mundo, pero cinco amigos perecieron
en medio de una violenta ventisca durante el descenso. Después
de esa desgracia, no estaba seguro de si debería volver
a escalar. Cuando Gordon me invitó a unirme a la expedición,
acepté, pero con bastante inseguridad y agitación.
Ahora que me encontraba allí, traté de disipar
esas dudas y contribuir con lo que pudiera al ascenso.
En
cuanto a la planeación de una ruta para escalar la
superficie vertical de vértigo, el equipo se apoyaba
por completo en Alex, originario de Montana, de 38 años
y uno de los mejores alpinistas del mundo, y Conrad, de
34, un fornido californiano de pelo rubio cada vez más
ralo y cuyo currículum vítae como alpinista
era casi tan impresionante como el de Alex. Sin la colaboración
de Alex y Conrad, quienes se turnaron en la "línea
de combate" de la cuerda, no hubiéramos tenido
ni la más remota posibilidad de llegar a la cumbre.
Desde
el campamento base -un grupo de tiendas amarillas apiñadas
sobre el glaciar, a 15 minutos en esquíes desde el pie de
la cima-, el Rakekniven parecía un gigantesco megalito jaspeado
que ocultaba buena parte del cielo. Su ladera noreste era
de color gris pálido, veteada de franjas nítidas de roca más
oscura, rojiza, que adquiría un matiz naranja cuando recibía
los rayos del sol de la mañana.
Tan
pronto como empezamos el ascenso, descubrimos que aunque la
roca gris era "tan sólida como un templo",
como dijo Mike, resultó que el granito de tono naranja
estaba erosionado por la acción de los elementos, se
desmoronaba y era muy poco confiable.
Los
puntos donde apoyábamos manos y pies con frecuencia
se deshacían bajo el peso de nuestro cuerpo. El roce
más ligero hacía caer estrepitosamente bloques
de piedra por la pared.
Durante
el segundo día de ascenso, Conrad estaba subiendo
poco a poco a una losa de roca anaranjada algo floja cuando
hizo caer un fragmento del tamaño de un puño;
Rick y yo estábamos debajo de él.
Al
oír que la piedra avanzaba zumbando hacia mí,
me apreté contra la pared y traté de empequeñecerme.
Rick estaba 30 metros más abajo, alzó la vista
para saber a qué se debía el estruendo. En
ese instante el pequeño proyectil de granito le dio
en la cara.
-iRick!
-grité-. ¿Estás bien?
-No lo sé -respondió él con voz temblorosa-.
Me está saliendo mucha sangre. Espera un momento.
Cuando
logró subir hasta donde yo me encontraba, vi que
la sangre cubría toda su cara, le había pegado
el pelo a la cabeza y le corría por el cuello. Nos
encontrábamos muy lejos del suelo, en uno de los
lug.ares más remotos del mundo. Además, el
avión fletado que nos había llevado a la Antártida
regresaría cuatro semanas después.
Al
realizar un reconocimiento minucioso de la herida, resultó
que se trataba de una lesión relativamente leve. La
roca sólo había cortado un poco la punta de
la nariz de Rick, ocasionando mucha pérdida de sangre,
pero sin causar un daño duradero. Diez minutos después,
Rick dijo que se sentía bien, de modo que continuamos
el ascenso.
Ahora,
un día después, Alex iba a la cabeza, intentando
abrirse paso por esa ladera anaranjada, tan insegura; los
demás observábamos, inquietos, desde abajo.
Trató
de asegurar su avance colocando una clavija de aluminio
en una fisura natural, pero el granito erosionado por la
intemperie se desmoronaba, de manera que una y otra vez
expulsaba el objeto. La pared se inclinaba tanto que la
cuerda que llevaba sujeta a la cintura colgaba libremente
en el vacío, sin tocar siquiera la roca. Alex comenzó
a moverse con mucha lentitud. De repente, su voz se transformó
en un alarido espeluznante, semejante al de un alma en pena,
lo cual me hizo retroceder de modo involuntario, encogerme
de miedo y pegarme a la roca. Pero había interpretado
mal el significado de su exclamación:
-¡Estoy
de nuevo en la roca gris! -exclamó con evidente regocijo-.
iEs grandioso aquí arriba! ¡Al fin empieza a
estar empinado! ¡Me encanta!
Algunas
de las aventuras más extraordinarias y más
famosas en la historia de la exploración han tenido
lugar en la Antártida. Las expediciones de Scott,
Amundsen, Shackleton y Mawson son conocidas en todo el mundo.
Pero
los alpinistas tardaron en llegar aquí. La cumbre más
alta de la Antártida, el macizo Vinson -una mole de
4,897 metros que requiere de poca habilidad técnica-
no fue escalado sino hasta 1966.
En
los años posteriores, relativamente pocos alpinistas
han visitado el fin del mundo, la abrumadora mayoría~se
ha conformado con el Vinson.
Lo
poco común de las expediciones de alpinistas a la
Antártida ya la tierra de Queen Maud no se debe a
la falta de cumbres impresionantes. En la Antártida
-un continente con una superficie mayor a la de Estados
Unidos y México juntos- existen miles de cimas magníficas,
entre ellas algunas de las montañas más hermosas
e imponentes del planeta. Hasta cierto punto, la escasez
de escaladores sólo refleja el riguroso medio ambiente
del continente antártico: en una región donde
a veces el viento alcanza los 150 kilómetros por
hora, y en la cual durante los meses más cálidos
la temperatura del aire a menudo desciende por debajo de
los 20° C bajo cero en el interior continental, la mayoría
de los aventureros encuentran suficientes desafíos
sin tener que dejar el terreno llano. Sin embargo, el mayor
obstáculo de la historia para el alpinismo en la
Antártida no ha sido el clima severo, sino las sorprendentes
dificultades logísticas y financieras que es necesario
superar a fin de organizar cualquier clase de expedición
privada a esta zona del mundo.
El
primer equipo que escaló el Vinson en 1966, un grupo
de alpinistas estadounidenses financiados en gran parte
por National Geographic Society, recibió apoyo logístico
de la Fundación Nacional para la Ciencia (NSF) y
de la Marina. Poco después, los funcionarios del
gobierno llegaron a la conclusión de que habían
sentado un precedente no viable. Si bien la NSF (la cual
financia y administra programas estadounidenses en la Antártida)
posee una red de centros de investigación, aviones,
barcos y depósitos de combustible en el continente,
mantener esta complicada infraestructura en una región
tan aislada e inhóspita resulta sumamente costoso.
Además, la misión oficial de la NSF consiste
en apoyar la investigación científica, no
excursiones de alpinistas. En consecuencia, la NSF retiró
la ayuda que proporcionaba a las expediciones privadas,
ya fueran de alpinistas o de otro tipo. Gran Bretaña
y Nueva Zelanda respaldaron dicha medida. Y puesto que la
NSF creía que sólo los gobiernos disponían
de los medios para operar sin ningún problema en
la Antártida y existía la legítima
preocupación de que las expediciones privadas podrían
meterse en líos, la NSF tendría que rescatarlos,
afectando, además, a la investigación científica.
Este
organismo hizo un gran esfuerzo para impedir que expediciones
privadas visitaran el continente.
En
1985, junto con dos socios canadienses, el piloto John Edward
Giles Kershaw fundó Adventure Network International
(ANI), con el objetivo de transportar expediciones privadas
de alpinistas al macizo Vinson; la organización opera
la única línea aérea comercial del
continente.
Numerosos
y agradecidos alpinistas tuvieron la oportunidad de practicar
el ascenso en una región asombrosa y, gracias al admirable
pilotaje de Giles Kershaw, la aerolínea no perdió
ni un solo pasajero.
Kershaw
murió en 1990, al estrellarse en su helicóptero
contra un glaciar. Tal vez el Vinson sea el monte más
alto de la Antártida, pero para cierto tipo de alpinista
no es en modo alguno el más excitante. En busca de
un desafío mayor, en el verano austral de 1993/1994
una expedición noruega se aventuró a llegar
a una cordillera casi desconocida, a unos 2,750 kilómetros
al noreste del Vinson, y allí escalaron varias cimas
de granito impresionantes.
Las
fotografías que publicaron a su regreso, en un libro
titulado Queen Maud Land, aceleró el pulso de alpinistas
ambiciosos por doquier. Se descubrió que en la región
había muchas y fantásticas cumbres vírgenes.
Muchos supusieron q»ue esas cordilleras heladas, atormentadas
por el viento, habrían de convertirse en lo más
importante en alpinismo.
-Me
di cuenta de lo poco que se ha explorado la región
-comentó Wiltsie después de echar un vistazo
a las imágenes de los noruegos-. "Existían
muchas posibilidades de escalar, pero no habían sido
aprovechadas. Nunca me había emocionado tanto.
Juré formar un equipo y hacer lo que fuera necesario
para escalar estas montañas." Es mucho más
difícil llegar a la tierra de Queen Maud, la cual
debe su nombre a la querida monarca noruega hija del rey
británico Eduardo VII, que a la zona que rodea al
Vinson.
A
finales de la década de 1970, Giles Kershaw y el
eminente glaciólogo y explorador Charles Swithinbank
hablaron por primera vez de la posibilidad de utilizar en
la Antártida aviones convencionales con ruedas, sin
esquís. Esto permitiría a las expediciones
privadas llegar al continente de manera más eficiente
y económica, al acceder a aeronaves de carga públicas
para transportarse (sólo los militares pilotan los
aviones Hércules C-30 provistos de esquís).
La
clave de este temerario proyecto consistía en encontrar
lugares donde los vientos fuertes mantuvieran el casquete
polar sin nieve, lo que en teoría haría posible
que un avión con ruedas aterrizara sobre una franja
de hielo duro y luego, no menos importante, despegara para
iniciar el vuelo de regreso.En 1987 Kershaw envió un
Douglas DC-4 común y corriente -un avión de
pasajeros de cuatro motores y sin esquís- desde Chile
hasta una pista de aterrizaje de hielo duro que él
y Swithinbank habían inspeccionado en las colinas Patriot,
cerca del macizo Vinson. Once horas y 43 minutos después,
el DC-4 realizó un aterrizaje sin incidentes.
Dos
horas antes de la medianoche del 18 de diciembre de 1996
un Hercules ANI aterrizó en la pista de Blue 1; Gordon,
Alex, Conrad, Rick, Mike y yo descendimos del avión.
Nos recibió el espectral crepúsculo del verano
antártico.
Un
viento cortante permitió que el frío penetrara
en mi abrigo. Los picos, que se extendían a lo lejos,
sobresalían del casquete glaciar a semejanza de una
flotilla de veleros de granito que fueran y vinieran por
un océano helado. Gordon señaló una
magnífica montaña de elegante perfil que se
encontraba a unos 65 kilómetros al suroeste.
-Es
allí hacia nos dirigimos -dijo-. Ése es el
Rakekniven. Alex, quien había realizado escaladas
en lugares insólitos del mundo entero, exclamó
con una voz que dejaba traslucir cierta admiración:
-¡Éste
es uno de los sitios más asombrosos que he visto!
Setenta y dos horas después habíamos acampado
al pie de la ladera noreste del Rakekniven. Compartíamos
una botella de Wild Turkey para celebrar el solsticio de
verano y brindábamos por Giles Kershaw bajo un sol
de medianoche.
El
día anterior a nuestra llegada al campamento base
encontramos el cuerpo momificado de una foca de las que
se alimentan de cangrejos. ¿Cómo, o por qué,
el animal había recorrido más de 150 kilómetros
desde el mar?
Era
un enigma. Resultaba sorprendente lo bien conservado que
estaba el cuerpo, pues parecía que la foca había
muerto recientemente.
-Tal
vez… -dijo David Rootes, un biólogo inglés
que trabajaba para ANI-, pero es que en este clima frío
y árido las cosas tardan tanto en deteriorarse que
es fácil que lo engañen a uno.
La
datación por carbono 14 de los restos de otra foca
momificada que se encontró en un lugar cercano a
la tierra de Queen Maud reveló que el cuerpo tenía
una antigüedad milenaria.
Ani
había contratado a Rootes para que llevara a cabo
un estudio sobre el medio ambiente de la zona circundante
al Rakekniven y evaluara el efecto de las expediciones sobre
el ecosistema. Aunque a primera vista el paisaje obstruido
por el hielo parece desprovisto de vida, en realidad allí
existen líquenes, algas, artrópodos diminutos
y unas cuantas especies de aves resistentes. Algunos afloramientos
de roca, a sólo 75 kilómetros al oeste, ofrecen
refugio a una colonia de 250 mil petreles. De acuerdo con
el protocolo de 1991 sobre el medio ambiente del Tratado
de la Antártida, deberíamos tener "un
impacto inferior al secundario, o transitorio". Antes
de embarcamos, firmamos varios documentos en los que nos
comprometimos a llevamos del continente toda la basura y
desperdicios que produjéramos durante nuestra estancia;
incluso nuestras heces volverían a Sudáfrica.
A
la mañana siguiente de la instalación del
campamento base, emprendimos el ascenso y en breve nuestro
avance por la pared escarpada fue continuo. Con Alex y Conrad
a la cabeza, cada día ganábamos de 100 a 125
metros en altitud antes de descender al campamento base,
y dejábamos una cadena de cuerdas para luego poder
recuperar el punto alcanzado. Después de cinco días
de escalada, nuestras cuerdas se extendían en línea
vertical a 500 metros de altura del glaciar, de modo que
se volvió poco práctico descender al pie de
la pared cada noche. Decidimos establecer un campamento
en lo alto de la ladera de vértigo. Puesto que ésta
tenía muy pocas salientes naturales, tendríamos
que dormir suspendidos en cápsulas de nylon. Desde
ese campamento colgante emprenderíamos el ascenso
hacia la cumbre.
El
tiempo borrascoso nos impidió avanzar durante parte
de la semana posterior a Navidad, pero cuando el 31 de diciembre
la tempestad de nieve terminó, Conrad, Mike y yo subimos
por las cuerdas con 100 kilos de equipo y provisiones, la
mitad de lo que necesitaríamos para comer, dormir y
vivir sobre la roca durante los cinco o seis días que,
según nuestros cálculos, tardaríamos
en finalizar el ascenso. Alex, Rick y Gordon subirían
un día después -en Año Nuevo- con otros
100 kilos de equipo.
Casi
la mitad de nuestra carga colectiva era hielo cortado del
glaciar con mucha dificultad, el cual derretíamos
con el fin de tener agua para beber. Parecía una
cruel ironía el tener que llevar a cuestas un pesado
cargamento de hielo estando en la Antártida; la pared
era tan escarpada que prácticamente no se acumulaba
nieve o hielo en nuestra ruta, así que era necesario
acarrear parte del glaciar si deseábamos tener algo
para beber.
A
la una de la mañana del 3 de enero (la tercera noche
en nuestro campamento colgante), la alarma de mi reloj me
despertó dentro de los confines claustrofóbicos
de la cápsula, cuyo espacio era muy reducido, aunque
funcionaba como cocina, dormitorio, cuarto de baño
y comedor para dos personas. Cuando abrí los ojos,
los pies de Conrad estaban sobre mi cara y sus rodillas
en mis costillas. Mis manos, cubiertas de excoriaciones
a causa del trabajo duro, sangraban y estaban hinchadas.
Justo encima de nuestras cabezas colgaba la cápsula
que Gordon y Alex llamaban "casa". Oí que
derretían hielo en su hornillo de gas butano.
-¡Vamos
a tomar mucho café y a ponemos en camino! -exclamó
Alex alegremente- ya es hora de que lleguemos a la cima!
Cuando
salí al frío de la mañana, Alex, Rick
y Conrad ya estaban escalando la ladera a un paso desenfrenado.
Los alcancé cuando faltaban 60 metros para llegar
a la cumbre, en un punto donde la red de fisuras que habíamos
estado siguiendo terminaba debajo de una saliente que sobresalía
diez metros de la pared vertical.
Con
la esperanza de encontrar un camino para salvar este obstáculo,
Alex descendió un poco, luego se balanceó
como un péndulo humano en torno a un borde afilado.
Esta maniobra le permitió llegar a otra grieta que
parecía llevar por encima del impresionante alero
de granito, pero al llegar más alto su cuerda se
tensó y rozó la filosa arista, amenazando
con romperse.
-No me gustó la manera en que la cuerda corrió
sobre ese borde -confesó después de haber
llegado a una saliente y fijado las cuerdas para que los
demás siguiéramos subiendo-, pero una vez
que hube superado ese obstáculo, no tuve más
remedio que seguir adelante y asegurarme de no caer.
Poco
después, Alex salvó con garbo la cima de la
saliente y encontró una losa menos angulosa; por
encima de ella sólo se veía el cielo azul
y frío. A las 9:40 de la mañana, Gordon, Alex,
Conrad, Mike, Rick y yo llegamos a la angosta cumbre cubierta
de nieve que señalaba el punto más elevado
del Rakekniven. Con un sentimiento genuino y profundo nos
abrazamos.
Resultaba
satisfactorio ser los primeros alpinistas en llegar a esa
cumbre… aunque nuestra exagerada vanidad desapareció
cuando Conrad señaló huellas de ave sobre
la nieve que pisábamos. Al parecer, el visitar la
cima del Rakekniven no era nada del otro mundo para un petrel.
Reímos
al damos cuenta de nuestra presunción y optamos por
admirar el soleado panorama, con ánimo de conservarlo
en la memoria. En todas direcciones se extendía la
desolada belleza de la tierra de Queen Maud, cubierta con
un manto de hielo de más de un kilómetroy
medio de espesor. Una infinidad de riscos de granito, empujándose
entre sí, se alzaban en la pálida llanura
glacial.
-Tal
vez hayamos sido los primeros en escalar esta montaña
-dije Gordon-, pero les aseguro que no seremos los últimos.