Aquí, el relato de una mujer que vuelve para reencontrarse con el instructor que le enseñó a escalar a los 10 años y, aunque la tragedia la sorprende al llegar, sigue adelante, en busca de conquistar la cima, como forma de homenajearlo.
Cada año, son cientos los alpinistas que intentan la hazaña de hacer cima en el Matterhorn, aunque no son muchos quienes lo logran. Con sus más de 4 mil metros de altura, es la montaña más célebre y desafiante de esta cadena montañosa.
Por Berenice Notenbloom
(Editora, colaboradora de National Geographic Traveler. Ella y el editor gráfico, Dan Westergren, esquiaron hace poco hasta el Polo Norte para un futuro artículo.)
Tenía sólo diez años cuando el alpinista Roni Inderbinen ajustó la correa de mi casco y sujetó su cuerda a mi arnés para escalar. Se arrodilló y ató las cintas de mis botas con nudos dobles para que no resbalaran. Después encendió la lamparita de mi casco y calentó mis dedos frotándolos en sus fuertes manos antes de ponerme los guantes de lana. A continuación, mi padre revisó todo lo que Roni acababa de hacer, tiró de la correa y comprobó los nudos.
Emprendimos el camino en la oscuridad, mucho antes de la salida del sol. Seguimos el rayo de nuestras lámparas hasta la base de la ruta suiza del Matterhorn. Roni mantuvo corta y tensa la cuerda que nos unía hasta que llegamos a la cima. Una vez allí, metió la mano en su bolsillo y me entregó un trozo de chocolate oscuro con la forma de la montaña. Lo desenvolví y él me indicó un lado de la figura de chocolate. «Come esto primero -me dijo-. Es el lado italiano.»
«Dios debió ser un zermatter, porque puso la cara más famosa del Matterhorn en el lado suizo, en vez del italiano´´, comenta Urs Keller cuando me registro en el hotel Monte Rosa. A treinta años de mi primer ascenso al Matterhorn, he regresado a Zermatt para escalar la montaña y, nuevamente, al lado de Roni Inderbinen.
Mucho ha cambiado en la población desde que Edward Whymper, el primero en escalar el Matterhorn, se hospedó aquí en 1865. Un vistazo a los primeros libros de visitantes del hotel reveló descripciones de los intentos iniciales de los montañeros británicos. De hecho, fueron británicos los primeros en escalar la mayor parte de las 38 montañas de casi cuatro mil metros que rodean Zermatt. Con 4.447 metros de altura, el Matterhorn es una de las cumbres más famosas de los Alpes, y su rocoso y prominente perfil ha sido reproducido en incontables fotografías y objetos de recuerdo. Durante nueve meses, la montaña permanece cubierta de nieve, solitaria y silenciosa, pero entre junio y septiembre atrae alpinistas de todo el mundo cual flor a las abejas.
Un tren los lleva de Tasch a Zermatt, donde son recibidos por taxis eléctricos y carruajes de tiro de los elegantes hoteles. Los viajeros suelen enmudecer ante la vista de 180 grados de las montañas donde, como un coloso que domina este vasto e impresionante semicírculo de elevados picos alpinos, el Matterhorn se perfila en el cielo.
Eran las 3 p.m. cuando llegué a Hornli Hut, punto de partida para escalar el Matterhorn. Monte Rosa, Dent Blanche y Lyskamm -gigantes monolíticos de piedra, hielo y nieve- volvían sus rostros hacia el sol de verano. Pero el Matterhorn proyectaba su sombra; su dentado contorno parecía rasgar el éter. La terraza exterior de Hornli Hut estaba atestada de atléticos y bronceados hombres y mujeres de todo el mundo, cuyo multicolor equipaje de mochilas, cuerdas y equipo cubría el suelo. Emocionados, los recién llegados se sentaron a examinar sus libros de guía y estudiaban con toda gravedad la ruta hasta la cumbre. Decidí aprovechar la caminata hasta Hornli Hut para calentar mis músculos, dos días antes del ascenso de celebración al Matterhorn con Roni.
Un helicóptero se aproximó a toda velocidad y sobrevoló la terraza. Una nerviosa energía se diseminó entre la multitud. Las expresiones de los escaladores se tornaron rígidas. Al mirar hacia arriba, vi la silueta de una persona que descendía en un cable hasta el borde de una grieta; luego bajaban una camilla por el cable. Desapareció la belleza del Matterhorn y su gélido rostro adquirió un aire siniestro. Apenas la mitad de los grupos que no llevan guía alcanzan la cumbre y algunos se convierten en estadísticas de accidentes. Era apenas la tercera semana de la temporada de alpinismo en el Matterhorn y ya sumaban siete las personas que habían perdido la vida.
Caminé de vuelta a Zermatt y al llegar mi padre me recibió con una expresión de inquietud en el rostro. Puso su mano en mi hombro y señaló el Matterhorn con un breve movimiento de la cabeza. «Es Roni -me dijo-. No sabemos qué ocurrió´´. A los 68 años de edad, Roni Inderbinen, guía y amigo de mi padre desde hace muchos años, ha muerto en la montaña que tanto amó.
Hornli Hut estaba saturado esa noche, con 120 personas hacinadas en habitaciones y dormitorios. La mayoría dormimos mal y a mí me asaltó una perturbadora pregunta: ¿es correcto que prosiga con el ascenso, a pesar de la muerte de Roni? Concluí que nada honraría mejor la memoria de Roni que llevar a cabo el ascenso que íbamos a compartir.
A las 4.30 a.m. me levanté al escuchar la diana, y tardé menos de 15 minutos en salir por la puerta. Llevaba prisa ya que otros cincuenta y cinco grupos de alpinistas se esforzarían por alcanzar el mismo objetivo. Entre el caos de los escaladores, mi guía, Richard Andenmatten, aguardaba con impaciencia al pie de la escalera. Andenmatten tiene el récord de la mayor cantidad de ascensos al Matterhorn: dejó de contar después de subir 820 veces. Con 65 años, es guía de cuarta generación y uno de los más veteranos en la montaña. Tomó mi arnés y lo sujetó a su cuerda con mi carabinera y, sin haber desayunado, salimos rápidamente por la puerta trasera de la cocina hacia la profunda oscuridad.
No cruzamos palabra durante una hora. Andenmatten quería mantenerse a la cabeza de la caravana de escaladores, así que nos desplazamos con increíble celeridad rodeando a otros grupos para situarnos al frente. Mientras subíamos, me mostraba dónde apoyar cada mano y pie. Tenía un ojo puesto en la roca y otro en la cuerda, ya que corría riesgo de enredarme si perdía la concentración. A las 6 a.m. ya estábamos escalando hacía 80 minutos. Me faltaba el aire y tenía la garganta reseca; me dolían los músculos de los muslos. Mi objetivo adicional era no hacer el ridículo. Volvía a sentirme aquella niña de 10 años que escuchaba impresionada a Roni. Andenmatten interrumpió el ascenso y me hizo una indicación para que lo alcanzara. «Mira -dijo sonriente-. Es el amanecer alpino.»
Un paisaje de heladas cumbres relucía bajo los primeros rayos del sol. En cuestión de segundos, 29 de los picos suizos de casi cuatro mil metros se alzaron como llamas que horadaban las pálidas y delicadas nubes. Luego de dos horas pasamos el punto de Solvay Hut. Los guías saben que cualquiera que sea capaz de llegar a este refugio de emergencia a más 4.003 metros de altura tiene la suficiente capacidad para seguir adelante. De lo contrario, deben dar marcha atrás (y no hay reembolso).
La ruta se vuelve más técnica, y la sección más complicada se encuentra adelante. Unida a Andenmatten por la cuerda, contemplé arriba nuestro el punto crítico de la escalada, la placa Moseley, y mi mirada se fijó en los numerosos apoyos de manos y pies de su empinada ladera. Al llegar al Hombro -el campo de nieve previo a la cumbre- tomamos el primer descanso del día. «A veces los escaladores cuestionan si el guía puede sostenerlos, si la cuerda es segura y si la roca es suficientemente resistente», comentó Andenmatten mientras nos poníamos los crampones para el último tramo hasta la cumbre. Por mi parte, no estaba más nerviosa que cuando subí con Roni siendo una niña. «Fue por aquí», me indicó Andenmatten, refiriéndose al lugar de donde Roni cayó. Nos detuvimos un instante, absortos en nuestros pensamientos, antes de proseguir.
Llegamos a la cima casi a la misma hora que entro a trabajar normalmente. Un apretón de manos, una foto, un beso y un bocadillo es todo lo que tuvimos tiempo de compartir antes de iniciar el descenso. Por un momento observé todas las cumbres que he escalado en los Alpes desde mi primer ascenso al Matterhorn. Una repentina tristeza me embargó. Extrañaba muchísimo a Roni, pero puedo imaginar que me sonreía en aquel momento triunfal.
Antes de partir de Zermatt, fui en busca de Ulrich Inderbinen, montañero del Matterhorn de 100 años de edad. Mientras me dedicaba una copia de su biografía, le pedí que me explicara cuál es su mensaje principal. «Vive de la misma forma que subes por las montañas -me dijo-, con un ritmo lento y reflexivo, pero decidido y regular´´. Su impresionante historial alpino confirma esta teoría: tenía 90 años cuando hizo su último ascenso al Matterhorn.
Durante mi último día en la población, entré en la iglesia donde hace poco nos despedimos de Roni. Caminé lentamente hasta el lugar donde estuvo su ataúd y mis pensamientos retrocedieron 30 años, cuando mi padre prometió celebrar mi primer ascenso al Matterhorn con una pinta de helado. La noche de mi primer ascenso, papá y Roni brindaron con schnapps, orgullosos de mi logro, y me hicieron sentir invencible. Conquistar el Matterhorn tuvo gran significación entonces. Todavía la tiene.
Zermatt para los menos temerarios
Conozca más de la antigua Zermatt en su Museo Alpino, donde la vida de la aldea suiza, el montañismo y la agricultura están bien representados con fotografías y documentos. El antiguo equipo que conforma la exhibición le hará sentir un nuevo respeto por los primeros alpinistas. Puede caminar del museo al cementerio donde yacen enterrados los escaladores que perdieron la vida en el último siglo. Cerca de allí se levanta un monumento a su memoria.
En las afueras de Zermatt se encuentra el hotel Schwarzsee, situado junto a un lago alpino tan cristalino que puede fotografiar la silueta de las montañas reflejada en el agua. También puede abordar el teleférico desde las afueras de Zermatt hasta el hotel, que se encuentra a una altura de 2.582 metros y, mientras admira los paisajes, relajarse en la terraza con un trozo de apfelkuchen (torta de manzanas) casero y café con schnapps.
El restaurante Findlerhof se encuentra a una hora a pie al subir por la ladera de una colina al oriente de la población. Desde la terraza podrá dominar el panorama alpino. Heidi y Franz Schwerz, los propietarios, preparan platillos tradicionales como rosti (torta de patata frita acompañada de huevo y tocino o queso) y ravioli caseros rellenos de ajo silvestre. No se pierda el vino local, Dole, del cercano valle del Ródano. Termine al estilo suizo con un digestivo de elaboración artesanal.
Una empinada caminata de dos horas conduce a un auténtico mesón montañés, el Berggasthaus Trift, donde lo recibirán Hugo y Fabienne Biner, sus tres hijos y un feroz gatito blanco. Fabienne ya va por la cuarta generación de propietarios, y Hugo hace malabares con las profesiones de hotelero y guía alpino.
Muchos visitantes de Zermatt prefieren levantarse muy temprano para hacer el recorrido en tren hasta la famosa estación Gornergrat, con su observatorio en una rocosa saliente a más de tres mil metros de altura sobre el glaciar Gorner, y observar el ascenso del sol sobre las montañas para luego caminar cuesta abajo hasta la meseta Riffelalp (2.222 metros de altura) y deleitarse con el almuerzo del Riffelalp Resort, de cinco estrellas.
El teleférico más alto de Europa transporta pasajeros al Klein Matterhorn, cuya cumbre, a 3.883 metros sobre el nivel del mar, brinda una vista de todos los picos circundantes de más de cuatro mil metros de altura. Sin embargo, la principal atracción del lugar es la visita al Palacio Glaciar, donde caminará entre esculturas y formaciones de hielo y se preguntará cómo las mantienen suficientemente frías en el verano.
