Hermann Buhl encontró la muerte algunas semanas después de su victoria en el Broad Peak, cuando intentaba, de nuevo junto a Kurt Diemberger, la ascensión al Chogolisa (7.665 m). Los dos hombres se aproximaban a la cima cuando Hermann Buhl cayó al vacío, al ceder una cornisa bajo sus pies. Su cuerpo no ha sido nunca encontrado.
Por Kurt Diemberger
"Es un milagro que yo esté vivo, que yo exista todavía;
¿Qué es lo que ha guiado mis pasos? …" (De los apuntes
después de la tragedia)
Banderas de nieve, ráfagas de viento… Sobre nosotros la arista
de la ante cima es una esfinge de hielo, envuelta en velos tumultuosos…
-La tormenta va bien, ¡la cima se está abriendo! -grita Hermann
Buhl hacia mí en la vorágine del viento. Se ha dado la vuelta
y señala hacia arriba. No puedo responder, levanto la mano en asentimiento
y me contraigo: una repen tina ráfaga de agujas de hielo acaba de darme
en el rostro. Me ajusto sobre la frente la capucha, que con el viento había
resbalado, y voy tras mi compañero, encogido, inclinado hacia delante,
esperando continuamente la próxima anda nada de afilados cristales. Al
aproximarnos a la arista que domina nuestra tienda, las ráfagas aumentan
de intensidad. No, no es momento de subir, sólo queremos desentumecer
las piernas. Vamos todo el rato protegiéndonos el rostro, incrus tado
de hielo, y estamos agarrotados como momias. Pero no queremos volver atrás,
aún no, porque a nuestro alrededor el escenario se está volviendo
real mente fantástico: la cuerda entre Hermann y yo cimbrea como un arco
en un torbellino de cristales; luces y sombras se alternan en rápida
secuencia sobre las pendientes; durante unos minutos se ve el disco opaco del
sol, hasta que todo se sumerge en un deslumbrante claror.
Las ráfagas me azotan sin piedad como queriendo arrancarme de la pared,
pero no me preocupa; al contrario, me invade una alegría salvaje, como
me ocu rre con frecuencia en la tormenta. Estoy entusiasmado y hasta Hermann
levanta la mano saludándome. Es fantástico sentirse de pronto
tan ligeros, despojados de gravedad, suspendidos por los vórtices de
viento, como incorporados a una música poderosa. El espacio está
henchido y resuena en múltiples cadencias, siguiendo los arrebatos de
la tormenta que inciden en la superficie de la nieve, retumban por las faldas
de la montaña y se estrellan contra las rocas y las cornisas de hielo,
para congregarse en alto con un fragor sibilante. Allá arriba la arista
afilada del Chogolisa, con su inmensa cizalla de hielo, se ha convertido a su
vez en un potente instrumento que hace vibrar el aire, mientras del collado
Kaberi asciende una sorda resonancia, como de órgano invisible. Poco
después nuestro entusiasmo desaparece. Es absurdo proseguir. El frío
resulta horroroso y el ímpetu de la tormenta es tal que ni siquiera oímos
nuestras voces. En medio del torbellino de cristales de hielo nos ponemos de
acuerdo mediante gestos: nuestro "paseo" se ha terminado, es el momento
de volver a la tienda. Está más abajo, a 6.700 metros, en un sitio
relativamente horizontal y al res guardo del viento. A un lado surgen del hielo
un par de contrafuertes negros y picudos, e inmediatamente detrás empieza
el precipicio sobre el collado Kaberi. Lo recuerdo perfectamente de ayer, cuando
subimos: una extensión blanca y nevada de varios kilómetros, entrecruzada
por grietas anchas e inestables. Ahora no se dis tingue.
Lo engulle todo el lúgubre claroscuro de la tormenta. Con todo, de vez
en cuando algo de luz asoma entre las nubes. ¿Tendrá razón
Hermann? ¿El tiempo tiende a mejorar? Es cierto, la tormenta va bien,
puede que mañana luzca el sol. Con este pensamiento mi corazón
sonríe de felicidad: ¡un sólo día hasta la cumbre
de nuestro sietemil! Luego estaremos en la cima del Chogolisa los dos solos,
en la culminación del enorme techo, la grandiosa lama terminal que destaca
en el cielo. Estamos en nuestros sacos de pluma. Se está realmente bien,
a pesar de los caprichos del hornillo de gasolina en el interior de la tienda.
Por encima de los seis mil metros hace falta mucha paciencia para hacerlo funcionar.
Final mente Hermann logra colocarlo sobre una lasca pizarrosa recogida en el
cercano contrafuerte. Solo entonces se enciende la llamita, crepitando. Preparar
el té en la tienda es una labor interminable. Después de recoger
los trocitos de hielo hay que ir añadiéndolos con parsimonia,
de uno en uno, al cazo de aluminio puesto sobre el fuego, hasta conseguir la
cantidad de agua necesaria. Pero no hay que perder de vista la faena, ni dormirse,
ni siquiera puedes quedarte ensimismado, ya que existe el riesgo de recibir
una húmeda sorpresa, resbalando por las colchonetas y empapando los sacos.
Un asunto particularmente desagradable bien conocido por los alpinistas del
Himalaya. Pero hoy no hay peligro de sorpresas: estamos eufóricos, la
tormenta nos ha regalado una jornada de descanso y hasta ahora todo ha ido según
nuestros deseos.
Ayer subimos hasta aquí desde el collado Kaberi, con la tienda y nuestras
cosas a cuestas. Hemos partido de la cota 6.350, o sea, desde el punto alcanzado
el día anterior tras una larguísima subida desde la base. El nuestro
es un "campo móvil", lo que significa que todo lo llevamos
con nosotros. Un campo que avanza, por así decirlo, sobre cuatro piernas.
No es casualidad que lo hayamos llamado así. En efecto, está constituido
por una sola tienda que trasportamos cada vez más arriba, día
tras día, como hace el caracol con su concha. De esta forma, la habitual
"escalera de campamentos" se reduce a un único escalón
que se desplaza. Se trata de la forma más ligera del comúnmente
llamado " estilo alpino occidental", que no utiliza botellas de oxígeno
ni porteadores de altura. O sea, disponemos de una única tienda, ésta
en la ahora nos hallamos. Es una idea atrevida, típica de Hermann Buhl
que, a decir verdad, tuvimos y desarrollamos los dos juntos. Más tarde
tendrá seguidores tales como Reinhold Messner y Peter Habeler, en el
Hidden Peak, en 1975. Mientras dispongo el hielo en el cazo, observo la cara
quemada por el sol de mi compañero: facciones enjutas, nariz prominente,
ojos enérgicos siempre alerta, bajo una frente rebosante de ideas. ¡Cuánta
fuerza de voluntad contenida! Es lógico que no sea fácil llevarse
bien con él. Hermann tiene un carácter complejo y nada acomodaticio,
lo sé perfectamente. A pesar de eso, durante esta expedición hemos
estado muy a gusto los dos juntos. En cierto modo le considero "mi padre
de montaña", bueno, dispuesto a enseñar, severo algunas veces.
Bueno, Hermann no entiende de compromisos. Admiro a este hombre silencioso,
de aspecto casi grácil, no sólo por ser el gran Hermann, aquél
que ha ascendido el Narga Parbat en solitario, que ha escalado las paredes más
grandes de los Alpes, ya sean orientales u occidentales, que ha afrontado -y
sobrevivido- las situaciones más difíciles. Le aprecio no sólo
por arriesgarse a invitarme a mí -un muchacho de veinticinco años
novato en el Himalaya y al que apenas conocía- a su expedición
a un ochomil con sólo cuatro miembros y un estilo innovador, nunca antes
experimentado. En los últimos meses, para mí, "joven inculto
pero con cierta experiencia", él ha sido maestro y amigo paternal.
Eso es, le admiro sobre todo por su autenticidad, por sus originales ideas,
por el valor y la precisión con que las lleva a cabo. -Aquí dentro
podemos resistir -la voz de Hermann irrumpe en mis pensamientos-. Se está
tan bien como en los Alpes Occidentales. Pero -prosigue, lanzándome una
significativa mirada- si mañana por la mañana hace buen tiempo,
habrá que salir tempranísimo. Será una jornada tremendamente
larga. Vigilaré el barómetro, así podremos preparar los
macutos esta misma noche. -De acuerdo -contesto, viendo fundirse nuevos trozos
de hielo-. Entre tanto llenaré las cantimploras. Este es el trabajo más
fastidioso que existe, sobre todo cuando tienes sed. Hermann responde con un
gesto.
Luego coge el cuaderno, escribe unas cuantas líneas y lo coloca a un
lado. Por fin se tiende sobre el saco y mira la tela de la tienda vibrando por
el viento, erizándose en pequeñas ondas. ¿Piensa en mañana?
¿En la cima? ¿En este fantástico sietemil, cuya primera
ascensión podría conseguirse en sólo tres días?
Los trozos de hielo chirrían en el cazo. No lejos está su cuaderno
y cuando un golpe de viento hace hojear las páginas consigo leer algunas
líneas. En los apuntes relativos a nuestra salida de la base, dos días
antes, leo: "24 de junio: Despertador a las 3. Kurt se pone las pilas;
en marcha a las 4:30 con tienda, etc. Ligera nevada, tiempo mediocre, de forma
andamos bien; a las 7:30 llegamos al depósito, a 5.500 metros. Subida
con el depósito -ahora con sacos de casi 25 kilos- por el espolón,
nieve profunda hasta la rodilla, abro toda la huella hasta el collado Kaberi.
A 6.360 metros, montado campo a las 17, señalado todo el recorrido con
banderines. El hornillo no funciona bien". Me parece estar viéndolo,
él y su increíble minuciosidad y perseverancia. No ha dejado nada
al azar. No me ha permitido darle el relevo en todo el día. Nos faltaban
aún 1.400 metros de desnivel, muchos kilómetros y los macutos,
con nuestro "campo móvil", pesaban 25-30 kilos. Hermann incluso
ha querido marcar todo el recorrido por el glaciar con banderines, tanto en
la intrincada red de grietas como en el inmenso plateau blanco. ¡Está
en espléndida forma y lleno de entusiasmo! Lo recuerdo fotografiando
nuestro campo I en el collado Kaberi. Había hielo y nieve hasta el horizonte.
-¡Esto es como el Nanga Parbat! -exclamó entonces y su voz sonaba
feliz. Estaba otra vez en su elemento. Hallarse en aquella montaña era
para él como estar de regreso al lugar donde había conseguido
el mayor logro de su vida. Para él había sido duro llegar el último
a la cima del Broad Peak. A pesar de las congelaciones, gracias a su inmensa
fuerza de voluntad lo había conseguido. Pero ahora, aquí, en el
Baltoro, el asunto del Broad Peak iba a dejar de ser una victoria a medias.
Hoy, con la distancia de los años, entiendo mejor las causas y conexiones
de determinados sucesos y veo con distanciamiento la situación en que
nos movíamos. Sí, hoy, al mirar la foto tomada en el collado Kaberi
– inédita hasta ahora y por tanto desconocida – donde Hermann aparece
entre los hielos inexplorados, y pensando en sus palabras, me doy cuenta de
que en ella se concen- tra nuestro estado de ánimo en el Chogolisa.
Rodeado del ambiente salvaje de "su Nanga Parbat", él documentaba
con precisión meticulosa el campamento apenas montado y la huella dejada
en la nieve, y era completamente feliz. Estaba dando el primer paso de su gran
"ataque por sorpresa" y, para conseguirlo, el "campo alto móvil"
era una solución determinante, original e imbatible. Tras los acontecimientos
del Broad Peak, ahora las cosas habían vuelto a su cauce y todo lo que
él hacía, decía o escribía revelaba una determinación
y un entusiasmo sin parangón. La idea de estar en el camino de la autorrealización
le empujaba a velas desplega- das. Las velas del séptimo sentido…
Está claro que con aquello Herman pretendía superar la depresión
en que se había sumido tras lo del Broad Peak. Quizás también
el sentimiento de decepción (luego superado) por el hecho de que él,
que había ideado la primera ascensión a un ochomil en estilo alpino,
tuviera que contentarse con el limitado papel de jefe de alpinismo, dejando
el de jefe de expedi- ción a otro. Ahora era distinto: aquí sólo
estábamos nosotros, sin el influjo de una segunda cordada, y por fin
nos sentíamos libres en nuestras decisiones, felices en caso de lograrlo
y sin ningún tipo de constricción. Para Hermann Bulh la ascensión
al Chogolisa representó una liberación y una realización.
Hasta el momento de su trágica conclusión.
27 de junio
El último día de la vida de Hermann empezó de manera tranquila,
con tiempo apacible. Una atmósfera de ensueño. El cielo, límpido
y sin nubes, formaba una cúpula cizallada en el lejano horizonte y cerrada
sobre nosotros por la grandiosa línea blanca de la cumbre. Su pared resplandecía
bajo el sol en un sinfín de desplomes y crestas, como los pliegues de
un vestido de fiesta de alguna estupenda criatura, oculta y misteriosa. ¿Conseguiríamos
conquistarla? Alegría y expectación ponían alas a nuestros
pasos mientras avanzábamos en el resplandor de la nieve. Cuando subes
una montaña como ésta adviertes algo que aletea entre las aristas
y que te emociona profundamente. Una especie de hechizo en el que penetras,
parangonando su belleza a la de una novia que, con su vestido blanco y resplandeciente,
camina hacia el altar. De las novias tomó su nombre el Bride Peak, la
cima de la recién casada. Sin embargo los baltis, es decir, los habitantes
de los valles meridionales, la llamaban desde hacía tiempo Chogo Lingsa,
"la gran caza", debido al circundante territorio abundante en caza.
El nombre local prevaleció sobre el ideado por los occidentales, aunque
la belleza de esta montaña, el fascinante esplendor de sus paredes de
hielo, podrían dar la razón a los exploradores llegados de lejos.
El 27 de junio de 1957, mientras subíamos por la arista hacia la cima
inmaculada, tanto Hermann Bulh como yo "sentíamos" que aquel
día la novia iba a ser nuestra. Olvidábamos que ya una vez, en
1909, alguien había estado igual de convencido, y que a sólo 150
metros de la cumbre había tenido que renunciar a causa del mal tiempo.
Se trataba de Luigi Amadeo de Saboya, Duque de los Abruzos, y de sus guías.
Había llegado a los 7.498 metros y semejante cota, en aquel tiempo,
había representado un record mundial que no fue superado hasta trece
años después, en el Everest. ¿Pero podía desencadenarse
la tempestad en nuestro día? Nunca un pensamiento me había resultado
más remoto. El viento se había aplacado, aunque con sólo
pensarlo aún podíamos oír su fragor. El contraste con la
atmósfera serena que nos rodeaba asumía un tono casi irreal, aunque
la vista de las grandes cimas del Karakórum, refulgiendo a nuestro alrededor,
encerraba un aroma de promesa. Tenemos la moral por las nubes. Avanzamos por
la montaña casi volando, ya hemos remontado la arista de nieve del sietemil
sin nombre que se encuentra frente al trapecio del Chogolisa. La hemos llamado
Cima de la Arista, porque forma parte de la gran arista -en la que por cierto
se halla nuestra tienda- que prosigue hacia la sumidad de nuestra montaña,
separada sólo por un collado. Que esta arista pudiera reservarnos alguna
ingrata sorpresa ya lo habíamos imaginado, al estar toda cizallada en
una serie infinita de puntas blanquísimas. Sin embargo esta mañana
todo nos parece estupendo y fácil de realizar. Pasando sobre hielo vivo
logramos atravesar bajo la lama que corona la Cima de la Arista. Pero sin descender
demasiado, porque abajo se divisan grandes placas de nieve prensada por el viento
y de vez en cuando alguna se desprende, precipitándose al abismo. ¡La
tormenta nos ha regalado algo más que buen tiempo!
Estamos a 7.150 metros. La Cima de la Arista también sirve de perfecto
observatorio del Chogolisa, que se yergue directamente ante nosotros: una rampa
de nieve, un costillar que no parece presentar grandes dificultades, un salto
escarpado pero no imposible y por fin la cumbre, con el farallón de la
cúspide final. ¡Pasaremos por la izquierda! La victoria será
nuestra. Más hete aquí la primera sorpresa de la jornada. Entre
nuestra posición y el collado hay largas y afiladas espadas de hielo.
Nos aseguramos con cuerda doble y con extrema precaución empezamos la
travesía, manteniéndonos bajos, a menudo al borde del vacío.
El hielo es pésimo, poroso, como nido de abeja, a punto de disgregarse.
Pasamos sobre roca descompuesta y de nuevo por inestables placas de nieve. ¡Hay
que estar condenadamente atentos! Hermann progresa sobre hielo vivo y por fin
logra vadear el último obstáculo. ¡Conseguido! Hemos llegado
al collado. Se acabaron las dificultades. Estamos a 7.000 metros y son las 9
de la mañana. ¡Quién lo hubiera dicho! Hemos superado las
previsiones más optimistas. -¡Éste es el día más
bonito desde que estoy de expedición! -exclama Hermann radiante-. Es
exactamente como lo había soñado. Subir una montaña tan
alta desde su base de una sentada. ¡Así es como hay que hacerlo!
Podemos concedernos una pausa, descansar un poco, comer. Nos desencordamos
y nos sentamos en una concavidad al resguardo del viento. El sol es ardiente
y la nieve resplandece. Todo es como una promesa. El día más bonito
de la expedición. Unas horas más tarde todo ha cambiado. El viento
ulula impetuoso a nuestro alrededor. Subimos fatigosamente, metro a metro, alternándonos
para abrir huella, ora Hermann, ora yo. La visibilidad es nula. La cima está
cargada de pesadas nubes que gravitan a ráfagas también a nuestro
entorno, para quedarse luego pegadas a las cornisas. Arriba se perfila, de tanto
en tanto, la silueta de la pirámide somital, como un fantasma. Faltan
pocos centenares de metros. Solamente… "Lo mismo le pasó al
Duque de los Abruzos". La idea comienza a abrirse paso. Ha estallado la
tormenta. A 7.300 metros decidimos volver atrás. Ya no tiene sentido…
-Si no acabaremos en las cornisas -vocifera Hermann volviéndose hacia
mí. Es cierto, la visibilidad es nula. Y sin embargo, aún siendo
consciente del peligro, Hermann murió poco después, precisamente
cuando una de esas cornisas se desplomó bajo sus pies. ¿Y por
qué, me pregunto ahora, en aquel punto no nos encordamos?
No lo sé. Lo que sé es que, aunque hubiéramos ido encordados,
yo no estaba en condiciones de aguantar a Hermann cuando se hundió con
la cornisa: el súbito tirón por detrás me habría
cogido de sorpresa. Pero sobre todo me pregunto ¿por qué se desvió,
abandonando la huella? Nunca he podido entenderlo. Las nubes han ocultado la
montaña. De repente estoy solo. El hecho de que, tras la caída
de Hermann en la pared norte, yo lograra descender, es algo milagroso en mi
opinión. Hermann había desaparecido, quizás se encontrara
500 metros más abajo, bajo la avalancha que él había desencadenado.
Por un momento pensé en bajar directamente, pero con las cornisas extraplomadas
no era posible. El único modo de llegar hasta Hermann era rodear la montaña
y volver a subir por el larguísimo glaciar hasta la base de la pared.
Allí arriba, a siete mil metros, en la Cima de la Arista donde me encontraba,
las nubes se abrieron durante un breve momento y pude ver la cornisa fracturada
y nuestra huella. Por última vez. En aquel momento aún sentía
a Hermann conmigo. ¿Seguiría con vida?
Sabía que, en cualquier caso, tenía que ir a avisar a los demás.
¿Quedaba algún atisbo de esperanza, alguna posibilidad de organizar
un salvamento? Las probabilidades de éxito, de conseguir llegar a la
base y volver a subir eran práctica- mente nulas. Aún así
no podía dejar de intentarlo, y entonces empecé a hablar con los
espíritus de la montaña, con Hermann, conmigo mismo, consciente
de que cada momento podía ser el último. Nunca he hablado de aquellos
momentos, ni de los hechos que acontecieron luego y que aún hoy no logro
explicar. Sólo entre las nubes La tormenta se ensaña con la cresta
y las cornisas recortadas de la Cima de la Arista parecen vagas figuras espectrales.
Y pensar que hace poco hemos pasado justamente por aquí y que aún
estábamos juntos, Hermann y yo… Ahora yo estoy solo, buscando la
vía de descenso. Me invade una sensación de angustia. Metro a
metro voy superando las rocas inestables y llego al hielo poroso. Recuerdo que
por aquí nos hemos asegurado con sumo cuidado ¡y que hemos picado
largo rato entre las oquedades del hielo, para encontrar un punto sólido
donde meter un clavo! Me parece como si hubiera transcurrido una eternidad.
Ruta de ascenso hacia el techo nevado del sietemil; y el interminable descenso
sin Hermann.
Aunque en la niebla todo se confunde, de vez en cuando reconozco la línea
más oscura de una forma o un perfil. "Por aquí hemos pasado",
pienso con alivio. Tanteo continuamente la nieve con la punta del piolet e inicio
la travesía bajo el filo de la arista para alcanzar una costra de nieve
que me parece segura… En cambio, con estruendo, toda la placa de nieve
se desprende y precipita. Apenas a tiempo me lanzo a un lado e, increíblemente,
no sigo la masa de nieve que desaparece hacia abajo. Me quedo en equilibrio
sin fuerzas para moverme, luego me voy recobrando lentamente. Me cuesta creer
que sigo vivo. ¿Que sea realmente el destino… como todo lo que está
sucediendo en esta montaña? Quizás también lo haya sido
para Hermann. Estoy aquí, bloqueado sobre un pequeño saliente
aislado. ¿Pero por qué estaba precisamente aquí, justo
en este momento? ¿Por qué sigo estando vivo? Y ahora ¿conseguiré
llegar a la base o acabaré perdido en la tormenta? Súbitamente
una idea atraviesa mi mente, absurda, pero cada vez más imperiosa: llevo
en el bolsillo de la pechera una foto de Busle, mi novia; ahora quiero verla.
Tengo que hacerlo, enseguida. La operación es bastante complicada pero
finalmente lo consigo. Su carita alegre y testaruda me mira a través
de la protección de plástico. Está serena, como si yo no
estuviera en la tormenta, como si este mundo no existiera. Así, durante
unos instantes tampoco existe para mí. Tengo que bajar. A toda costa.
Aunque no lo consiguiera tú estás aquí. Te estoy viendo.
Algo ha cambiado en mi interior.
Inicio el descenso a través de esta nada blanca y vertiginosa. Sé
que las probabilidades de lograrlo son escasas. Podría caerme, perderme,
congelarme, todo es posible; mejor dicho, es lo fácil, una vez perdida
la línea roja. Conseguirlo sería un milagro. Pero pude que el
milagro se produzca. Si es la voluntad de los dioses del Himalaya, si mi ángel
de la guarda pudiera mantener mis sentidos alerta. Si ellos estuvieran de mi
parte… ¡Tengo que seguir adelante! Aquí arriba un vivac sería
el final. Me muevo con mucha precaución, un paso tras otro. La pendiente
ha disminuido y me hundo hasta la rodilla en nieve polvo. Estoy en un terreno
inclinado que, por la derecha, aparece de golpe en la pared meridional de la
Cima de la Arista. Más o menos sé dónde estamos… Dios…
sé dónde me encuentro. Esta mañana hemos visto desde aquí
la cima del Chogolisa, por primera vez. Ahora estamos… Dios mío,
¡nosotros otra vez! Es como si no estuviera solo. Como si hubiera alguien
conmigo, guiándome. Como si flotara en el aire algo intangible, desconocido,
de lo que sin embargo me puedo fiar. ¿Hermann? ¿Estará
él a mi lado? Si no ¿qué otra cosa? Algo invisible que
me guía, que mantiene el rumbo y sabe adónde ir. "¡Kurt!
¡No tan a la izquierda, ahí empieza el salto hacia la pared norte!".
"Lo sé, me mantengo a la derecha, en terreno inclinado". Lo
cual no resulta tan sencillo.
En la blancura absoluta de nieve y niebla no alcanzo a ver más allá
de mis piernas. Lo único que me da sensación de dirección
es la inclinación, y saber que estoy a la derecha con respecto a la arista.
"¡No tan a la izquierda, vamos, acabarás cayendo con las cornisas!".
"¡Cuidado! ¡Alto! No exageres. ¡Detente!". Delante
de mis rodillas, a partir de mis piernas y sobre la blanca superficie, se perfilan
al improviso las líneas oscuras de algunas grietas. "Te has metido
demasiado en la pendiente, Kurt, vuelve atrás. Sube un poco, aunque te
arriesgas a que te arrastre una cornisa". Vuelvo a subir hasta que la nieve
es menos profunda y la pendiente se suaviza. Prosigo hasta cuando del blanco
difuso surge una roca negra. ¡Nunca la había visto! No consigo
recordarla. "Esta mañana nos hubiéramos fijado ¿no
crees?", me digo. A mi alrededor sólo jirones de nube y silencio.
Estoy seguro de no haberla visto antes. La roca en medio de la nieve resulta
tentadora. Confuso y conmovido por esa presencia que no logro explicar, me siento
un momento a recobrar el aliento. "¿Cómo proseguir?",
me pregunto al cabo de un rato. La niebla sigue densa, pero de vez en cuando
se mueve alguna racha de aire. ¿Habrá acabado la tormenta? ¿Qué
hacer? Cojo la bolsa de fruta seca del macuto, mastico un poco y espero. La
niebla empieza a disiparse. Ya reconozco la vía de ascenso.
Por ahí hemos pasado, por esa arista de nieve; desde ahí contemplamos
las lejanas cimas que miran al sur, más allá del collado Kaberi.
Ahí abajo, tras esa arista de nieve, debe de estar nuestra tienda. ¡Gracias
al cielo! He hecho bien en esperar. Me levanto y de nuevo advierto en el aire
una presencia. Al mirar la roca negra en medio de la nieve pienso: "Hermann,
sí, lo sé perfectamente, no puedo explicármelo, pero ahora,
aunque la razón me dice que no tiene sentido, que has caído por
la pared norte, que nunca vendrás, bueno, mira, te dejo en esta roca
algo de fruta. Quizás estés en todas partes, quizás los
dioses del Himalaya te la hagan llegar." Desconcertado por este pensamiento
y por la decisión de ponerlo en práctica, pienso: "Kurt,
tú también estás más allá que acá;
si no, nunca harías algo así. Despierta e intenta descender."
¿Pero, y si pudiéramos recuperar a Hermann entre las grietas bajo
la pared norte? Probablemente ha muerto mientras caía, pero quiero intentarlo,
si es que consigo ir en busca de ayuda. El descenso Llego a una especie de cuenca,
apenas perceptible, que no me es desconocida. Es cierto, ya he estado aquí.
Cuando entreveo la tienda me invade una sensación de alivio. Es como
si Hermann estuviera aquí, en nuestra casa. Pero la tienda está
tristemente vacía. Me desplomo sobre el saco de pluma. No, Kurt, hay
que seguir. Aquí no puedes quedarte.
Recojo lo indispensable para el descenso: algo de comer, una vela -el hornillo
pesa y es incómodo-, el saco de dormir. Encendedor, linterna y manta
de vivac ya están en el macuto. ¿Lo conseguiré? Fuera la
niebla está por doquier. ¿Es preciso que me vaya? Salgo de la
tienda tras dejar un papel con un mensaje y avanzo algunos metros para empezar
el descenso. Pero algo no marcha bien. ¿Me habré equivocado de
dirección? ¿O he olvidado algo? Sin visibilidad ¿cómo
orientarme en el descenso? Con los bastones de esquí empiezo a tantear
la nieve prensada por el viento. ¡Qué extraño! Aquí
el terreno debería empezar a bajar y en cambio sigue llaneando…
¿Qué está sucediendo? Hundo de nuevo el bastón en
la nieve justo delante de mis botas y esta vez no hallo resistencia. Se ha formado
un agujero en el que entreveo algo oscuro, indefinido, que parece roca y nieve.
Pero no tiene irregularidades, como si fuera evanescente. ¿Por qué?
Con la arandela del bastón remuevo la nieve a mis pies y a través
del agujero vuelvo a ver la vaga estructura rocosa. No lo entiendo… sólo
hay aire. ¡Dios mío! Por supuesto que no la encuentro, aquí
no hay ninguna estructura. Enmarcadas en el agujero distingo, ahora perfectamente
enfocadas, las leja- nas rocas de la pared subyacente. ¡Aquí abajo
está el vacío! Un alarido de hielo me traspasa. Después,
despacio, con extrema precaución, retrocedo de la terrorífica
"ventana sobre el vacío". Sólo entonces advierto el
miedo. Me he librado por los pelos. ¿Cómo es que la cornisa no
se ha desplomado llevándome consigo? Gradualmente me recobro y reflexiono:
¡o sea, que ahí abajo debería estar el collado Kaberi! Nunca
hubiera pensado que la pared llegara hasta aquí. ¿O es que lo
he olvidado! ¿Adónde he venido a parar?
Recuerdo que cuando Hermann y yo llegamos al hombro, subimos por una arista
blanquísima que luego se convertía en una joroba redondeada. Allí
pusimos un banderín. Era el último, pero desde ese punto en adelante
nos habríamos guiado por la línea de la gran arista. "¡Si
estuviera despejado!", pienso con amarga ironía. "Entonces,
para descender tengo que mantenerme a la izquierda". Por un instante me
siento desalentado y acaricio la idea de volver a la tienda. Pero la perspectiva
de estar parado sin esperar nada no es menos horrible. La disyuntiva es tremenda:
por una parte he perdido a un amigo, y si existe una remota posibilidad de que
esté vivo tengo que bajar; por otro lado, mi instinto me insta a sobrevivir
un poco más. No, no puedo esperar ni siquiera un minuto. Jamás
en mi vida he estado tan cerca de la muerte como durante el descenso del Chogolisa.
Tan sólo treinta años más tarde, en el K2, he vivido una
situación comparable. Nunca antes había contado a nadie cómo
pude descender tras la desaparición de Hermann Buhl. Tampoco había
hablado de los hechos que se produjeron, de las increíbles coincidencias
que todavía hoy no me explico. Como si todo en aquella arista se mantuviera
en un fragilísimo equilibrio que pudiera romperse a la mínima
oscilación. Como si yo ya perteneciera a otro mundo, del que sólo
una fuerza invisible fue capaz de arrebatarme. Marcha al confín del más
allá
Avanzo en la niebla hundiéndome en la nieve hasta el muslo. En las proximidades
del collado Kaberi de nuevo advierto una extraña sensación, como
si algo no fuera como debiera. Me detengo, todo está inmóvil,
silencioso. No entiendo. Espero. De todas formas no tengo alternativa: para
poder bajar tengo que seguir adelante. Doy un paso cauteloso y de pronto toda
la pendiente que tengo ante mí empieza a moverse. Las placas de nieve
se deslizan silenciosamente, entrechocan, rebotan; sólo abajo aminoran
la carrera, yendo a pararse sobre la nieve del collado en un caótico
amasijo. La avalancha ha pasado y yo estoy a salvo de chiripa, una vez más.
Siento mi respiración; estoy jadeando. Estoy en el confín del
más allá. A lo lejos distingo un banderín. Blanco y rojo,
casi sepultado por la nieve, emerge alegremente en la luz opaca que envuelve
la gran explanada. Es nuestra señal y me entran ganas de abrazarlo. Ahora
me espera una larguísima bajada por el glaciar Kaberi. Sé que
son unos cinco kilómetros de terreno donde se alternan lomas y hondonadas
con trechos llanos. En la parte alta hay unas pocas grietas anchas que hacia
abajo van aumentando en número, hasta formar un auténtico laberinto.
Siguen unos seracs amontonados divididos por una arista redondeada, como la
quilla de una nave volcada del revés. Mil cuatrocientos metros de desnivel
que, durante el ascenso, cubrimos en poco más de un día. "Óptima
forma", había escrito Hermann en el diario. "He abierto huella
durante todo el recorrido. Todo señalizado con banderines".
Y ahora ¿me señalizarán la vía los banderines?
Luz difusa y turbia de niebla, no sopla nada de viento. ¿Dónde
está el siguiente banderín? Recuerdo que Hermann los ha ido colocando
a unos cincuenta metros, más cercanos en proximidad de grietas o donde
había que torcer o ir en zigzag. Aquí arriba no tendría
que haber más grietas, me parece, al menos durante un buen trecho…
¡Aquí está el banderín! ¡Lo he encontrado!
Sólo sobresale un par de centímetros de la nieve. Acerté,
he tenido suerte al elegir la dirección. Sigo adelante hundiéndome
en la nieve, despacio, buscando el siguiente. Me he debido de equivocar; cincuenta
metros han pasado de sobra y no hay rastro de banderines. Vuelvo sobre mis pasos.
Avanzo de nuevo en el blanco indefinido, orientándome por la leve incli-
nación de la pendiente que, hace tres días, seguimos en dirección
opuesta. Mis ojos perforan la nada esperando descubrir algo. Sí, ahí
veo un puntito negro. Parece como si danzara, un mosquito que revolotea. ¿Cómo
es posible? Tal vez… ahora el punto se ha parado, bloqueado en el suelo
por mi mirada. ¿Que sea… que sea la punta de un banderín?
Me acerco esperanzado. Alabado sea Dios, ahí está, es una de nuestras
señales. Una cosa es cierta: no debo perder este hilo que, en toda esta
blancura, me mantiene unido a la vida. Si lo pierdo se acabó. En el caos
del glaciar sería imposible encontrar esa línea sutil que recorre
la sumidad de los seracs como la quilla de una nave. ¡Tengo que encontrarla!
E igual que si fuera sobre una nave volcada, tendré que seguir bajando.
¡Es una línea tan fácil de perder, sobre todo si viene de
arriba! Me siento en la nieve tratando de recobrar el aliento. ¿Ahora
por dónde? Reflexiono: al subir hemos ido trazando una huella que ahora,
obviamente, ha desaparecido bajo la nieve fresca… uniforme y sin hundimientos.
La huella es invisible. De pronto se me ocurre algo. Kurt, si funciona lo que
estoy pensando… ¡si funciona, hemos ganado! Si, Hermann, tú
también… Ojalá. Me pongo de pie. Con sumo cuidado empiezo
a tantear con el pie el terreno en torno al banderín. ¡Maravilloso!
¡Me pondría a saltar de alegría! Donde estaba la vieja huella,
advierto un fondo más resistente… ¡Funciona! Ésta es
la solución.
Recuerdo que mi padre me dijo una vez: "Hijo, si alguna vez no sabes cómo
seguir adelante, siéntate y reflexiona. Recuerda: siempre hay una solución,
está en alguna parte y tú puedes dar con ella". Creo que
el consejo de mi padre funciona visto que hoy estoy aquí. Y es que no
me ha servido sólo en el Chogolisa. Lo que vino a continuación
fue un procedimiento interminable: tenía que tantear cuidadosamente alrededor
de cada banderín que encontraba para localizar la huella invisible y
su dirección. Luego seguía a ciegas hasta ver asomar en la blancura
el siguiente "mosquito danzante", que después se convertía
en un punto quieto. ¡Si todo iba bien! A veces el "mosquito"
no aparecía y me veía obligado a volver atrás para tantear
de nuevo el terreno. Entretanto las grietas eran cada vez más numerosas
y yo tenía que atravesar puentes de nieve rezando porque fueran lo bastante
sólidos. Bajé por el glaciar como un errabundo, buscando la vía
durante horas, sirviéndome de la luz de la linterna a partir de cierto
momento. Milagrosamente la "huella" siempre parecía. Fueron
horas sombrías, infinitas, en las que siempre tuve la sensación
de que Hermann me acompañaba.
Esta percepción la describí brevemente en el epílogo a
su libro Del Tirol al Nanga Parbat "De pronto oigo una voz. Me detengo;
silencio absoluto. Echo a andar de nuevo y otra vez suena la voz. " ¡Hermann!",
grito, pero no hay respuesta. Entonces me doy cuenta de que es un mosquetón
colgado del macuto que al andar se balancea. Sin embargo yo advierto la presencia
de Hermann como si se moviera a mi lado. "Las horas pasan. Me lloran los
ojos. Estoy al límite de mis fuerzas, casi no me mantengo en pie. En
mi mente, fantasía y realidad se confunden. Desciendo como un alucinado,
rodeando o saltando las grietas por instinto. Voy… ¿todavía?
Sí, camino… pero… no… puedo más…" En
las proximidades de los grandes seracs amontonados la pila se agota. De todas
formas he llegado al espolón, a la "quilla". Me preparo para
el vivac. Estoy a 5.500 metros y es la noche del 27 al 28 de junio. Pongo algo
de nieve en una lata vacía y la caliento con la llama de la vela. Sorbo
vorazmente el brebaje a medida que se funde. Tengo una sed espantosa. Las horas
pasan lentamente. La manta de vivac me protege del frío, ahora no hay
viento y cuando miro afuera, más allá del borde, veo el cielo
estrellado sobre la oscura silueta de un contrafuerte. Mi refugio no está
lejos del lugar donde, al subir, localizamos el único paso desde los
escarpados precipicios del glaciar hasta la "quilla" – ese dorso que,
entre serács, conduce en línea recta a la inmensa extensión
de nieve del collado Kaberi. Ya habíamos llegado hasta aquí durante
el reconocimiento del 22 de junio, pero ahora, sin linterna y de noche, encontrar
este estrecho pasaje en rampa es imposible.
Por desgracia… ¿Qué será de Hermann? A veces tengo
la sensación de que su corazón siga latiendo allá arriba,
en su tumba de hielo. Las horas pasan inexorables. Si hubiera sobrevivido a
la caída… Es terrible no poder hacer nada. No puedo seguir en la
oscuridad. Por fin aparece una débil claridad tras el Baltoro Kangri.
Comienza un nuevo día. Totalmente entumecido me pongo en marcha una vez
más. Pronto reconozco, aún a buena distancia, aquello que bautizamos
como "Fantasma de los Montes", un pináculo de hielo con una
exuberante barba de témpanos, muy inclinado, a punto de desplomarse.
¡Aún está ahí, el simpático personaje! Conteniendo
el aliento tuvimos que rodearlo a través de una grieta, único
punto factible para abandonar la zona de seracs y llegar al espolón blanco
sobre el que ahora me encuentro. Hace ya cuatro días. ¿En qué
estado estará el pasadizo?
La torre de hielo sigue ahí, aunque parece que vaya a derrumbarse en
cualquier momento. ¿Y la grieta? La angustia y la curiosidad me atenazan.
Dios mío, el glaciar ha cambiado de forma y la grieta es ahora más
ancha. Y allí, por donde pasamos ¿cómo estará el
puente? Ahí está, reducido a tres grandes bloques de hielo encastrados
entre sí, que penden sobre el vacío como dovelas de un puente
romano. Desalentado me pongo a estudiar los márgenes del caos. Pero no
veo opciones en aquel monstruoso laberinto de hielo. Me acerco a lo que antes
era el pasadizo. Me aproximo. ¡Por nada del mundo pasaría por ahí!
Bajo el peso de mi cuerpo la masa de nieve y hielo se desplomaría arrastrándome
al abismo. ¿¿Y entonces?? Entonces me sobrecoge una especie de
fatalismo. Pienso en Hermann que allá arriba, en la cresta, abandonó
la huella. ¿Por qué yo no? ¿No debería estar muerto
desde hace horas? Durante esta espantosa bajada del Chogolisa ¿cuántas
veces tendría que haber muerto? ¿Y por qué, a pesar de
todo, sigo aquí? No lo tengo nada claro. Será que no ha llegado
mi hora. Porque de no ser así… aquí no tengo elección.
Los pasos que estoy a punto de dar conducen directamente al más allá.
En otras circunstancias jamás los daría. Me agacho y empiezo a
arrastrarme por los bloques suspendidos con infi- nita cautela, procurando distribuir
el peso entre las cuatro extremidades y pasar lo más aprisa posible.
Puedo oír la sangre bombeando en mis venas. No quiero pensar en el momento
en que lo que resta del puente se parta del todo, llevándome con él
al precipicio. Por un instante miro el abismo gris verdoso abierto de par en
par por debajo de mí, mientras yo, me guste o no me guste, tengo que
arrastrarme por encima. Me invade una oleada de pánico, pero me doy tanta
prisa -aunque un segundo dura una eternidad- que sólo me apercibo del
gélido terror cuando lo dejo a mis espaldas. Jadeando me arrojo sobre
el hielo sólido del borde y respiro, respiro, respiro. Todavía
estoy vivo. ¡No había llegado mi hora! 27 horas después…
Supero el resto de la zona de seracs con mayor calma y atención. Creo
que ahora tengo de nuevo el destino en mis manos. Procedo lentamente, como en
un sueño, todo es tan irreal… el paisaje deslumbrante de sol, el
cielo azul y el mismo hecho de que aún pueda caminar. Llego a la base
de la montaña y al Todos nuestros esfuerzos fueron en vano. No encontramos
el menor rastro de Hermann. Erigimos un gran hito de piedra en su memoria; a
la izquierda Marcus Schmuck, a la derecha el capitán Qader Saeed. frente
del gigantesco glaciar.
Al alba del 28 de junio estoy de vuelta en nuestro campo sobre la morrena,
donde lo único que hemos dejado es un pequeño depósito
para el regreso al Broad Peak. La marcha se revelará agotadora, interminable
no sólo por la distancia. Tras la caída de Hermann mi cerebro
late como un reloj, contando las horas. Sé perfectamente que es algo
irracional, pero si aún estuviera vivo cada hora contaría. Por
eso sólo permanezco unos minutos junto al depósito y enseguida
retomo la marcha… Veintisiete horas después de la caída de
Hermann llego al campo base del Broad Peak. Bajo la guía de Marcus Schmuck
ponemos en marcha un equipo de rescate que llegó a los 5.700 metros y
que no consiguió nada. Con las piedras de la morrena erigimos un pequeño
monumento en memoria de Hermann. Después nos pusimos en el camino de
regreso.
Su última huella quedó allí arriba, entre las cornisas
de la arista.
